viernes, 17 de mayo de 2013

Los paraísos artificiales (2)


LLegamos muriéndonos de hambre, habíamos salido de casa a las seis de la mañana, tomamos un café con croissants en el aeropuerto, en un café que etiquetaba todo como gourmet. Te has fijado que ahora todo es gourmet, le dije a Amanda. Es sólo para subirle el precio, para que quedes como naco ignorante si no te gusta, pero en especial para ensartarte en el precio, respondió mientras sopeaba su cuerno en té chai. Luego en el avión no nos dieron nada. Tuvimos esa plática que repetimos como un ritual cada vez que volamos. ¿Recuerdas cuando volar tenía cierto prestigio? Se podía fumar, podías ponerte medio pedo, comías regularmente bien. Recordé un vuelo que tomé para ir a Europa escapando de los fantasmas y del dolor que me acechaba en cada esquina del DF. Recordé que había pedido un poco de vino y la azafata, una morena espectacular, me trajo una botellita de tinto y una copa de plástico transparente. Recuerdo que inmediatamente después que recogió la botella vacía me ofreció otra. Me hacía muy feliz la idea de la comida completa en una charola de treinta por dieciocho centímetros, un poco como debía de ser la comida de los astronautas: una proteína caliente, con su salsa, una guarnición de verduras, tal vez un puré de papa, un bollito con mantequilla, un pastelillo y un chocolatito mentolado envuelto en papel de aluminio color esmeralda… Qué tiempos aquellos. Nada que ver con los vasitos de cartón con que en esta ocasión nos servían café o té de cortesía. Y ya, eso y agua en vasos de plástico que ocasionalmente pasaban a rellenar era toda la cortesía que nuestro boleto había alcanzado a cubrir. Quisimos comprar unas galletas con queso (seis galletas Ritz con seis rebanadas de queso del tamaño de las galletas) pero ya no había. Como era lo más barato (7 dólares australianos) del menú varios pasajeros habían decidido engañar la tripa con eso.

Le conté a Amanda de Ramón, el amigo de mi padre que era piloto y que se quejaba continuamente de lo deteriorada que estaba su profesión. Antes, decía, estábamos más cerca de los astronautas, nos quedaba bien el nombre de capitán, ahora todo ha cambiado, estamos más cerca de los choferes de ADO. Muchas de las prestaciones se habían esfumado con la destrucción del sindicato y Ramón tenía que cubrir horarios espeluznantes para seguir con el tren de vida que le gustaba. De capitán, a piloto, a aerochofer. Antes volar tenía un poco de placer burgués que ayudaba a contrarrestar las incomodidades propias de cualquier viaje, aminoraba el miedo de caer en medio del océano y compensaba medianamente los precios de los boletos. Todo ha cambiado ahora y hay algo doblemente trágico en la idea de 180 personas muertas en un accidente aéreo. Esos miserables que murieron hambrientos, incómodos y aburridos porque ahora hasta para ver la televisión tienes que rentar una pequeña pantalla a un precio absurdo.

Nosotros íbamos en plan austero y evitábamos los extras a toda costa.
Tras cinco horas de vuelo aterrizamos sin contratiempos. El aeropuerto era modesto y tropical como era de esperarse, adjetivos estúpidos, Amanda dijo que por un momento le pareció estar en Champotón. Sus dos adjetivos fueron precario y primitivo. No había nada que comer a la vista y lo único que queríamos era llegar al hotel, quitarnos la ropa de invierno y tener una insípida e inocua cena de hotel. Pero el hotel estaba a dos horas de camino, la carretera daba la vuelta a la isla, era prácticamente la única calle. Me sorprendió por momentos que aquellos isleños hubieran hecho de aquel puñado de mojones de roca volcánica una nación. Llegamos de noche, muriéndonos de hambre. La cabeza me pulsaba. Y los tres restaurantes del hotel estaban llenos.

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