LLegamos muriéndonos
de hambre, habíamos salido de casa a las seis de la mañana, tomamos un café con
croissants en el aeropuerto, en un café que etiquetaba todo como gourmet. Te
has fijado que ahora todo es gourmet, le dije a Amanda. Es sólo para subirle el
precio, para que quedes como naco ignorante si no te gusta, pero en especial
para ensartarte en el precio, respondió mientras sopeaba su cuerno en té chai.
Luego en el avión no nos dieron nada. Tuvimos esa plática que repetimos como un
ritual cada vez que volamos. ¿Recuerdas cuando volar tenía cierto prestigio? Se
podía fumar, podías ponerte medio pedo, comías regularmente bien. Recordé un
vuelo que tomé para ir a Europa escapando de los fantasmas y del dolor que me
acechaba en cada esquina del DF. Recordé que había pedido un poco de vino y la
azafata, una morena espectacular, me trajo una botellita de tinto y una copa de
plástico transparente. Recuerdo que inmediatamente después que recogió la
botella vacía me ofreció otra. Me hacía muy feliz la idea de la comida completa
en una charola de treinta por dieciocho centímetros, un poco como debía de ser
la comida de los astronautas: una proteína caliente, con su salsa, una
guarnición de verduras, tal vez un puré de papa, un bollito con mantequilla, un
pastelillo y un chocolatito mentolado envuelto en papel de aluminio color esmeralda…
Qué tiempos aquellos. Nada que ver con los vasitos de cartón con que en esta
ocasión nos servían café o té de cortesía. Y ya, eso y agua en vasos de
plástico que ocasionalmente pasaban a rellenar era toda la cortesía que nuestro
boleto había alcanzado a cubrir. Quisimos comprar unas galletas con queso (seis
galletas Ritz con seis rebanadas de queso del tamaño de las galletas) pero ya
no había. Como era lo más barato (7 dólares australianos) del menú varios
pasajeros habían decidido engañar la tripa con eso.
Le conté a Amanda de
Ramón, el amigo de mi padre que era piloto y que se quejaba continuamente de lo
deteriorada que estaba su profesión. Antes, decía, estábamos más cerca de los
astronautas, nos quedaba bien el nombre de capitán, ahora todo ha cambiado,
estamos más cerca de los choferes de ADO. Muchas de las prestaciones se habían
esfumado con la destrucción del sindicato y Ramón tenía que cubrir horarios
espeluznantes para seguir con el tren de vida que le gustaba. De capitán, a piloto, a aerochofer. Antes volar tenía un
poco de placer burgués que ayudaba a contrarrestar las incomodidades propias de
cualquier viaje, aminoraba el miedo de caer en medio del océano y compensaba medianamente
los precios de los boletos. Todo ha cambiado ahora y hay algo doblemente
trágico en la idea de 180 personas muertas en un accidente aéreo. Esos
miserables que murieron hambrientos, incómodos y aburridos porque ahora hasta para
ver la televisión tienes que rentar una pequeña pantalla a un precio absurdo.
Nosotros íbamos en
plan austero y evitábamos los extras a toda costa.
Tras cinco horas de
vuelo aterrizamos sin contratiempos. El aeropuerto era modesto y tropical como
era de esperarse, adjetivos estúpidos, Amanda dijo que por un momento le
pareció estar en Champotón. Sus dos adjetivos fueron precario y primitivo. No
había nada que comer a la vista y lo único que queríamos era llegar al hotel,
quitarnos la ropa de invierno y tener una insípida e inocua cena de hotel. Pero
el hotel estaba a dos horas de camino, la carretera daba la vuelta a la isla,
era prácticamente la única calle. Me sorprendió por momentos que aquellos
isleños hubieran hecho de aquel puñado de mojones de roca volcánica una nación.
Llegamos de noche, muriéndonos de hambre. La cabeza me pulsaba. Y los tres
restaurantes del hotel estaban llenos.
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